5. El relato del
sicario o la focalización en la figura del criminal
Poco después de Bustos Domeq y “La muerte y la brújula”, de
esa agresión entrañable (como sería la deconstrucción para Derrida) a la figura
del detective, Borges hace un cambio radical en la estructura del relato
policial y pone el foco narrativo en la figura del criminal. “Emma Zunz” (1949)
es un claro ejemplo de cómo el género revoluciona. No es el primer relato del
crimen con la focalización puesta en la figura del criminal, ahí está de manera
incontestable Crimen y castigo, y
también, claro, Los miserables, Edipo rey, o Acaso no matan a los caballos de Horace McCoy, y otros más; pero “Emma
Zunz” se construye rigurosamente en relación a la mirada policial.
Uno se entera de la manera en que se ejecutó el crimen sólo
siguiendo a Emma: primero el plan, luego el asesinato. No existe la figura del
detective y su función es derivada al lector quien es finalmente el único,
además de Emma, que sabe la verdad. El móvil es vengar la injusticia cometida
contra el padre. No hay un procedimiento de investigación, pero si hay uno para
dar la muerte: Emma usa su cuerpo (desvirgado por un marinero la noche anterior
como parte del plan) para incriminar a Loewenthal, la víctima, y tener una
justificación para defender su honor y matarlo.
El relato trabaja con varias versiones de los hechos: el
plan de Emma, que es la versión ideal, pauta para el desarrollo de las otras
dos versiones; la ejecución del plan, que es la versión real; y la versión que
cuenta a la policía, aunque nunca se menciona esta palabra, no es necesario. La
instancia policial es fundamental, debido a ella el plan de Emma contempla una
versión real y otra oficial para la policía y la sociedad. La mirada de Emma es
policial (conoce los procedimientos, cómo opera) y la usa para asesinar y
salvar su responsabilidad legal.
Pero Emma no
es un sicario, hace falta para eso repetir la práctica, convertirse en mujer-daga
(sicaria) u hombre-daga (sicarius). Asumir el oficio de matar por
dinero, de matar a pedido de alguien más, que debe ser una práctica casi tan
antigua como la humanidad. Y en estos tiempos, como dice la canción de Rubén
Blades, “Sicarios”: «En el cielo está Dios, soberano / y en la tierra la orden
del cártel».
El relato
del sicario o la sicaresca (según Héctor
Abad Faciolince) tiene como correlato social profundo una figura producida en
los años ochenta por el mercado de la muerte en Medellín (esa ciudad que ahora
es ejemplo, digna y orgullosamente): el sicario niño, adolescente, un habitante
pobre de las comunas elegido para el trabajo por el cártel (el de Pablo Escobar
en esa época) debido a su inimputabilidad por ser menor de edad. Este sicario
niño tiene los días contados, comienza a los diez, digamos, y antes de los diecisiete
es asesinado. Es desechable, muere uno y se consigue otro, como si se obtuvieran
en un supermercado. La literatura y las imágenes que lo representan son
abundantes: la sicaresca, reportajes periodísticos, películas, documentales,
series de televisión, informes policiales, investigaciones sociológicas.
Algunos hablan más de los cárteles o de la corrupción que genera el
narcotráfico o de las redes de consumo, pero la figura de este joven sicario es
omnipresente, inevitable.
En La virgen de los sicarios (1994) de
Fernando Vallejos, el narrador, un hombre maduro llamado también Fernando, sostiene un
apasionado romance con uno de esto sicarios adolescentes, Alexis (que mata
siempre de un tiro en la cabeza), y una vez muerto éste, se enreda con otro,
Wílmar (que mata siempre de un tiro en el corazón). Al final descubre que
Wílmar fue el que asesinó a Alexis. Pablo Escobar está muerto y en Medellín las
bandas de sicarios se enfrentan unas a otras en una lucha letal, donde la
muerte pierde todo sentido, incluso el económico.
El narrador,
con cada uno de estos sicarios, camina por las calles, visita iglesias, la
antigua casa familiar, algunos rincones de la ciudad, y adonde van el sicario
mata sin contemplación alguna (hombres, niños, mujeres, taxistas, otros
sicarios, cualquiera). El narrador, que también es testigo, describe más de
veinte asesinatos ejecutados por Alexis, y en los siete meses que vivió con él
dice que contó más de cien. Todo aquel que se opone al deseo del sicario o del
narrador, su amante, es ejecutado. El móvil es ése: mata porque la víctima se
opone a la ley del deseo propio.
El narrador,
desde su perspectiva intelectual cínica anárquica (su mirada del mundo es
policial-judicial: todos deberían morir porque todos son culpables de algo,
sentencia; y es moral, de una moralidad fundada en la estética: pobre igual feo
igual criminal) y desde su amor de hombre maduro por estos adolescentes, presenta
la figura del sicario en términos freudianos: pura pulsión tanática y erótica, vacía
intelectualmente. Pero también se descubre, hasta cierto punto, que este
sicario es una figura autónoma. Puede ser contratado por los sectores que le
disputan la administración de la violencia al estado: el cártel, particulares,
o matar por cuenta propia. La individuación se expresa a través del crimen. Se mata
para tener una ciudadanía en la
sociedad de mercado del crimen (porque de la otra sociedad se está excluido). Pero
esta ciudadanía que se ejerce a
través del crimen tiene fecha de vencimiento: se muere muy joven. Esa es la
naturaleza del contrato social en esta sociedad del crimen.
Hay toda una
retórica en estos relatos. La focalización narrativa en la figura del sicario
anula el objetivo de descubrir al asesino, y la atención se concentra en examinar
la naturaleza o el sentido del “dar la muerte”. El crimen ya no se investiga
sino que se atestigua, lo hacen el narrador y el lector. El criminal, el
sicario, es hijo del narcotráfico (el
padre) y como rostro del crimen es una figura que muestra y oculta: muestra al
ejecutor y tiende a ocultar al responsable intelectual (a diferencia del relato
del narco). En cuanto al procedimiento de dar la muerte, el crimen muchas veces
se firma: un disparo en la cabeza, un disparo en el corazón, el beso de la
muerte (antes de disparar). Hay toda una parafernalia: escapularios, balas bendecidas,
pedidos a la virgen, la moto para el trabajo en dúo.
A diferencia
de la novela negra que tiene la focalización narrativa puesta en la figura del
investigador y que en sus mejores versiones suele articular una crítica social,
el relato del sicario cuestiona el pacto de construcción del estado. Éste no tiene
más el control exclusivo de la violencia. No existen la ley ni el orden, la
policía no aparece. El estado sólo administra burocráticamente el destino de
los cadáveres, cuando puede.
La voracidad
de la sociedad de consumo comparte la misma lógica interna con la voracidad del
mercado de la muerte, su insaciabilidad es la misma, y reifica a todo ser u
objeto para su consumo. Pero para que esto suceda debe haber una suspensión de
la ética: el otro no debe contar. En el mercado de la muerte se mata un objeto,
una mercancía, no a un humano, como ocurría en los campos de exterminio nazis y
en varios otros momentos de la historia. El espacio social instaurado por el crimen
organizado y la sociedad de consumo actual comparten esa consistencia a-humana,
imponiendo una drástica reducción de lo humano para que su lógica pueda operar
(entendiendo aquí lo humano como la condición del ser que se descubre en el
otro, y no como la problemática construcción cultural hecha durante el
Renacimiento).
La virgen de los sicarios, al final de
la lectura, como suele ocurrir en el relato del sicario, nos deja con un enigma
que interroga el presente: ¿Quién es verdaderamente responsable de estas
muertes? El sicario es el ejecutor. El crimen organizado, el autor intelectual.
El narrador-testigo, el cómplice que deja hacer. Pero no parece suficiente. ¿Y
el estado, la sociedad de consumo y entretenimiento actuales, la lógica del mercado,
nosotros… consumidores?
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