6.
El relato del combatiente desmovilizado o la reducción de la política
En Centroamérica, particularmente en
Nicaragua, El Salvador y Guatemala, décadas de insurgencia política, represión dictatorial
y guerra civil (cada país con un proceso histórico diferenciado, por supuesto)
produjeron la militarización de la sociedad (docenas de miles en el ejército,
la guerrilla, los paramilitares), una abrumadora cifra de cientos de miles de
muertos y desaparecidos, la desestructuración familiar, y una diáspora que
produjo otros cientos de miles de desplazados internos y de emigrados
principalmente a los EEUU.
¿Qué otra cosa produjo este largo
conflicto político? Llegada la paz, la literatura registró y construyó la
figura del combatiente desmovilizado, en lo que se ha venido a llamar la
narrativa de la postguerra a partir de fines de los años noventa del siglo
pasado.
Sophie Eschs define la narrativa que
aborda esta figura como “la novela del combatiente desmovilizado”. Señala que
se usa esta figura para reflexionar sobre la violencia, el trauma social, el
militarismo de izquierda y derecha, y la responsabilidad política individual y
colectiva. Este personaje, aunque desmovilizado, sigue combatiendo pero ahora
en el ámbito del crimen. ¿Cómo se construyen los relatos que lo presentan en
relación al género policial?
Veamos. El combatiente desmovilizado
tiene un saber particular: sabe usar la violencia, sabe dar la muerte. Ése es
el bagaje con el que reingresa a la sociedad civil donde hay un mercado para la
violencia. Ingresa al cuerpo de policía (los menos) y al crimen organizado (la
mayoría). Al igual que en el relato del sicario la focalización narrativa dominante
sigue al criminal, por tanto no hay investigación ni verdad a descubrir, sino
testimonio del criminal (si está en primera persona) u observación del crimen
por parte del narrador y el lector (si está en tercera persona). Pero a
diferencia del relato del sicario, el criminal es hijo del militarismo y de una
sociedad militarizada.
En El
arma en el hombre (2001) del salvadoreño Horacio Castellanos Moya un
excombatiente apodado Robocop se presenta
a sí mismo: “las Fuerzas Armadas habían sido mi padre y el batallón
Acahuapa mi madre”. Ahí está la filiación. Robocop, como sugiere el sobrenombre,
es una máquina de matar, un representante de la producción industrial de la
muerte que trabaja al servicio de quien pueda emplear su saber: grupos paramilitares,
el crimen organizado, grupos económicos y, finalmente, cumpliendo el destino
marcado en el sobrenombre, se convierte en agente de una fuerza antinarcóticos
de los EEUU. Como hombre arma (otra alusión a sicario) sólo cumple órdenes, por
lo tanto evade la responsabilidad, suspende la ética y asume la moral militar
(seguir las órdenes del jefe).
Robocop tiene el chip del viejo orden que
ahora aparece tan nuevo en las naves radicales del neoliberalismo (no se sabe
si por inacción o por una secreta convicción de éste, pero ahí aparece): fidelidad
al autoritarismo, simpatizante de la violencia de estado, mirada racista,
conducta machista. Llama a la guerrilla: terrorismo; a la democracia:
palabrerío. Su patrimonio no es cultural es material: no tiene cultura sino
bienes materiales (armas, auto, algunas mujeres que usa y desecha).
Si consideramos a la política en su
acepción más general de: el ejercicio
del poder (¿Quién tiene el poder en la sociedad?, ¿cómo lo ejerce?). En esta
novela la violencia se despolitiza. Se regula económicamente, ya no
políticamente. Ahora el gestor de la violencia es el mercado del crimen
(organizado). En estos países de Centroamérica, como ha sucedido y sucede cada
vez con mayor frecuencia en la escena novelística latinoamericana, la economía
de los relatos ha cambiado. Si antes el testimonio y la novela política eran
los géneros encargados de dar cuenta de la violencia (política, social,
cultural, económica); ahora lo es el relato del crimen (o el relato policial), sea
de ficción o no.
Como el escenario social ya no es más el
de la intervención política y los contrarrelatos, ahora la ficción del crimen
parece ser un discurso más adecuado para éste por su doble agencia: como
discurso de la estética que aborda la violencia en términos del crimen (promovido
incesantemente por el mercado), y como crítica indirecta de la política.
¿Pero qué se quiere decir aquí con crítica indirecta? ¿Se puede narrar todavía
la política o la violencia política hoy en día? Existe la violencia religiosa,
cultural, económica (la desigualdad), social. ¿Pero existe la violencia
política? Las ficciones de la economía neoliberal han proscrito la política al
ponerla al servicio de la economía en la sociedad contemporánea (se comprueba
su consistencia de ficciones desde la Gran Recesión de 2008). Allí no hay lugar
para la subversión ni para la protesta, como lo hace visible el thriller mexicano
Amores perros (2000), ni tampoco para
la represión como lo deja notar El Arma
en el hombre. La violencia política se ha reducido a violencia a secas o a
violencia criminal, y ha desaparecido la política (la de la protesta y la
insurgencia). El guerrillero, el Chivo, en Amores
perros, se ha convertido en sicario; y Robocop, el represor, en una máquina
de matar. De la violencia política no se acepta la política (o el discurso
político), pero sí su saber sobre la violencia.
El relato del crimen al no tener un
proceso de investigación debido a su focalización en el criminal (el sicario,
el combatiente desmovilizado), no busca la verdad ni construye una mirada desde
la ley. Esto generaría la ausencia del orden político y la moral. Ahí está la
ambivalencia de este relato del crimen y su posibilidad de crítica indirecta.
Se refiere a la política como ausente. Con cada muerte narrada se incrementa y
se visibiliza esa ausencia. Giorgio Agamben se refiere a la figura del fantasma
como: la presencia de una ausencia. La violencia política en este relato del
crimen es fantasmal. Pero también esa reducción al fantasma, es la nueva
violencia política.
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