22.2.15

El relato del crimen: intento de una explicación formal y su correlato social (4/5)


6. El relato del combatiente desmovilizado o la reducción de la política
En Centroamérica, particularmente en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, décadas de insurgencia política, represión dictatorial y guerra civil (cada país con un proceso histórico diferenciado, por supuesto) produjeron la militarización de la sociedad (docenas de miles en el ejército, la guerrilla, los paramilitares), una abrumadora cifra de cientos de miles de muertos y desaparecidos, la desestructuración familiar, y una diáspora que produjo otros cientos de miles de desplazados internos y de emigrados principalmente a los EEUU.
¿Qué otra cosa produjo este largo conflicto político? Llegada la paz, la literatura registró y construyó la figura del combatiente desmovilizado, en lo que se ha venido a llamar la narrativa de la postguerra a partir de fines de los años noventa del siglo pasado.

Sophie Eschs define la narrativa que aborda esta figura como “la novela del combatiente desmovilizado”. Señala que se usa esta figura para reflexionar sobre la violencia, el trauma social, el militarismo de izquierda y derecha, y la responsabilidad política individual y colectiva. Este personaje, aunque desmovilizado, sigue combatiendo pero ahora en el ámbito del crimen. ¿Cómo se construyen los relatos que lo presentan en relación al género policial?
Veamos. El combatiente desmovilizado tiene un saber particular: sabe usar la violencia, sabe dar la muerte. Ése es el bagaje con el que reingresa a la sociedad civil donde hay un mercado para la violencia. Ingresa al cuerpo de policía (los menos) y al crimen organizado (la mayoría). Al igual que en el relato del sicario la focalización narrativa dominante sigue al criminal, por tanto no hay investigación ni verdad a descubrir, sino testimonio del criminal (si está en primera persona) u observación del crimen por parte del narrador y el lector (si está en tercera persona). Pero a diferencia del relato del sicario, el criminal es hijo del militarismo y de una sociedad militarizada.
En El arma en el hombre (2001) del salvadoreño Horacio Castellanos Moya un excombatiente apodado Robocop se presenta  a sí mismo: “las Fuerzas Armadas habían sido mi padre y el batallón Acahuapa mi madre”. Ahí está la filiación. Robocop, como sugiere el sobrenombre, es una máquina de matar, un representante de la producción industrial de la muerte que trabaja al servicio de quien pueda emplear su saber: grupos paramilitares, el crimen organizado, grupos económicos y, finalmente, cumpliendo el destino marcado en el sobrenombre, se convierte en agente de una fuerza antinarcóticos de los EEUU. Como hombre arma (otra alusión a sicario) sólo cumple órdenes, por lo tanto evade la responsabilidad, suspende la ética y asume la moral militar (seguir las órdenes del jefe).
Robocop tiene el chip del viejo orden que ahora aparece tan nuevo en las naves radicales del neoliberalismo (no se sabe si por inacción o por una secreta convicción de éste, pero ahí aparece): fidelidad al autoritarismo, simpatizante de la violencia de estado, mirada racista, conducta machista. Llama a la guerrilla: terrorismo; a la democracia: palabrerío. Su patrimonio no es cultural es material: no tiene cultura sino bienes materiales (armas, auto, algunas mujeres que usa y desecha).
Si consideramos a la política en su acepción más general de:  el ejercicio del poder (¿Quién tiene el poder en la sociedad?, ¿cómo lo ejerce?). En esta novela la violencia se despolitiza. Se regula económicamente, ya no políticamente. Ahora el gestor de la violencia es el mercado del crimen (organizado). En estos países de Centroamérica, como ha sucedido y sucede cada vez con mayor frecuencia en la escena novelística latinoamericana, la economía de los relatos ha cambiado. Si antes el testimonio y la novela política eran los géneros encargados de dar cuenta de la violencia (política, social, cultural, económica); ahora lo es el relato del crimen (o el relato policial), sea de ficción o no.
Como el escenario social ya no es más el de la intervención política y los contrarrelatos, ahora la ficción del crimen parece ser un discurso más adecuado para éste por su doble agencia: como discurso de la estética que aborda la violencia en términos del crimen (promovido incesantemente por el mercado), y como crítica indirecta de la política.
¿Pero qué se quiere decir aquí con crítica indirecta? ¿Se puede narrar todavía la política o la violencia política hoy en día? Existe la violencia religiosa, cultural, económica (la desigualdad), social. ¿Pero existe la violencia política? Las ficciones de la economía neoliberal han proscrito la política al ponerla al servicio de la economía en la sociedad contemporánea (se comprueba su consistencia de ficciones desde la Gran Recesión de 2008). Allí no hay lugar para la subversión ni para la protesta, como lo hace visible el thriller mexicano Amores perros (2000), ni tampoco para la represión como lo deja notar El Arma en el hombre. La violencia política se ha reducido a violencia a secas o a violencia criminal, y ha desaparecido la política (la de la protesta y la insurgencia). El guerrillero, el Chivo, en Amores perros, se ha convertido en sicario; y Robocop, el represor, en una máquina de matar. De la violencia política no se acepta la política (o el discurso político), pero sí su saber sobre la violencia.
El relato del crimen al no tener un proceso de investigación debido a su focalización en el criminal (el sicario, el combatiente desmovilizado), no busca la verdad ni construye una mirada desde la ley. Esto generaría la ausencia del orden político y la moral. Ahí está la ambivalencia de este relato del crimen y su posibilidad de crítica indirecta. Se refiere a la política como ausente. Con cada muerte narrada se incrementa y se visibiliza esa ausencia. Giorgio Agamben se refiere a la figura del fantasma como: la presencia de una ausencia. La violencia política en este relato del crimen es fantasmal. Pero también esa reducción al fantasma, es la nueva violencia política.

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