19.4.15

El relato del crimen: intento de una explicación formal y su correlato social (5/5)


7. El crimen expresivo o el simulacro de gobernar 

Hay relatos del crimen particularmente brutales. Aquellos donde se presentan docenas, cientos, miles o millones de cadáveres. Algunas palabras se han acuñado para designar esta muerte masiva: asesinato colectivo, matanza, masacre, holocausto, etnocidio, genocidio, feminicidio; y el crimen se narra en testimonios, novelas, películas, libros de historia y otros más.

Estas muertes y sus relatos se han dado a lo largo de la historia. En Latinoamérica, por ejemplo, el genocidio de la población indígena durante la conquista relatado en Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) por Bartolomé de las Casas, pero también en otras regiones del mundo. Dos casos más recientes, presentes aún en la memoria global (de los que quieren recordar) son suficientes: el holocausto perpetrado por los nazis (11 millones, 6 de ellos judíos) y el genocidio perpetrado por la aventura colonial de Leopoldo II de Bélgica, que tenía al Congo como propiedad privada (8 ó 10 millones, hasta ahora no se puede precisar). El primero se relata en los libros de historia, en los testimonios de sobrevivientes como en Si esto es un hombre (1947) de Primo Levi, o en novelas como Sin destino (1975) de Imre Kertész, entre los cientos que hay. El segundo, en una historia todavía no oficial, en novelas como El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad o en el Informe del Congo (1903) que Roger Casement presentó ante el gobierno británico. Hablan de la muerte, de sus procedimientos, de la escala industrial, de la ofensa que representa contra lo humano. Son relatos que se enfocan en las víctimas, sus padecimientos y, también, su muerte; pero ninguno de ellos lo hace de manera dominante en el cadáver de la víctima.   

Los relatos de la historia y la literatura nos cuentan de hombres colgados, empalados, decapitados, con la lengua cortada, crucificados, quemados, y otras violencias terribles sobre los cuerpos. Allí el sistema ejecutor o el asesino suele usar el cadáver de la víctima o el sentenciado para dar un mensaje: así terminan los que hacen esto o lo otro, no se metan conmigo, por soplón, etc. La forma de dar la muerte, la naturaleza de su violencia, actúan sobre el cuerpo y presentan el cadáver como un mensaje. El cuerpo muerto es un lugar para la escritura y la lectura. 

En años recientes los relatos del crimen suelen enfocarse de manera dominante en el cadáver de la víctima. Ya sea presentándolo como un mensaje que se lee inmediatamente o como una escritura misteriosa a ser descifrada. El primer caso se suele observar en el relato del narco o en relatos donde la actividad criminal tiene algo que ver con él (informes, crónicas, novelas, películas, etc.) como en El hombre sin cabeza (2009) de Sergio González Rodríguez, donde la focalización narrativa se da en la decapitación, acto que los asesinos ejecutan para que las cabezas (y a veces alguna nota que las acompaña) se lean como una escritura propia. Y el segundo caso es popular en las series de televisión como CSI y Dexter, donde se lee en los cadáveres la huella del asesino, el lugar donde éste se ha hecho presente y se puede encontrarlo, y esa lectura se hace con la ayuda de la tecnología de punta.

También hay otra focalización narrativa que se da no sólo en el cadáver de las víctimas, sino en el número de ellas, como ocurre en los asesinatos masivos, por ejemplo, en el etnocidio o el feminicidio. Una suma que lo desborda todo y se va haciendo imposible de representar. En México hay una experiencia social, que no es la única en el mundo, pero que ha marcado una particular producción de relatos y películas donde la focalización narrativa dominante se da en el número de cadáveres femeninos. En Ciudad Juárez más de 300 mujeres jóvenes entre los 12 y los 30 años de edad fueron violadas salvajemente, algunas mutiladas, muchas estranguladas, y todas asesinadas entre 1993 y 2000. ¿Quién fue el responsable o los responsables? Se identificó a algunos asesinos, de manera aislada, incluso se llegó a enjuiciar a un inmigrante egipcio por asesinato en serie, pero lo cierto es que la gran mayoría de asesinatos quedaron impunes. 

Jean Franco ha llamado a una experiencia como ésta “crímenes expresivos”. Dice que son un performance de soberanía, y que los cuerpos constituyen un lenguaje que expresa el poder de los frates sobre la vida y la muerte, que los consolida como grupo.

El relato policial o desde la perspectiva de la ley, el de ficción y el otro, ha quedado desbordado por este crimen inmenso. Y, parece ser, que no sólo por la histórica desconfianza en la policía en Latinoamérica, con la que Monsiváis justificaba la ausencia de la figura del detective en la región; sino por la fuerza del número que lleva a la borradura de las víctimas individuales, que a su vez genera una fuerza contraria que obliga a contemplar el cadáver de la víctima, si es posible cada uno de ellos, para preservar su humanidad. Es en esa tensión que la estructura del relato del crimen desplaza la focalización (antes en el investigador o el sicario) hacia la víctima, específicamente al cadáver de la víctima.

Es Sergio González Rodríguez quien hace este movimiento de manera más clara y reconocible que otros. Primero en Huesos en el desierto (2002), sobre las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, y luego en El hombre sin cabeza, ambos crónicas donde el cadáver y su número son el centro de la atención, que es la característica fundamental del relato del crimen expresivo.

Roberto Bolaño escribió la cuarta parte de 2666 (2004), “La parte de los crímenes”, inspirado en Huesos en el desierto. Ocurre en la ciudad ficcional de Santa Teresa donde se presentan los crímenes de mujeres de manera acumulativa, bajo el formato del reporte policial y el informe forense (procedimiento que había inaugurado González Rodríguez). La focalización en el cuerpo de la víctima es notoria: edad, ocupación, domicilio, posición del cuerpo, vestimenta, lesiones, mutilaciones, y más. Son, por lo general, jóvenes obreras de las maquiladoras, escolares, prostitutas, y algunas novias o esposas. Los cadáveres se suelen arrojar a los basureros, como se hace con los restos, lo inservible, o un perro muerto. Los crímenes se convierten en expresivos porque se puede encontrar la huella del criminal en el cuerpo (violación, estrangulamiento, amputación del pecho, y así), y sobre todo porque la repetición de las muertes opera como la iterabilidad de la escritura: se convierten en un signo, tendrían un sentido. Esto lleva a interrogarnos, a descubrir lo que expresan en conjunto. ¿Por qué con las mujeres?

En relación a la estructura del relato policial, la focalización narrativa se da en el cuerpo de la víctima, pero éste no es un actante sino el lugar y objeto que, por acumulación, genera el sentido del relato. El punto de vista puede variar, pero la focalización está dada de manera dominante en el cuerpo sin vida, mucho más que en el investigador, el posible criminal e incluso la investigación. En esta novela, la búsqueda de la verdad tiene un signo diferente. Mientras los investigadores (policías municipales, judiciales, un sheriff estadounidense, un narco, una vidente, un periodista), van tras una responsabilidad individual o de un grupo, la acumulación de cadáveres interpela a los lectores: ¿por qué ese desprecio por la vida de las mujeres?, ¿qué ocurre en la mente del asesino o los asesinos? Y se construye la sospecha, con los indicios que la novela deja, de que la verdad y la responsabilidad están más allá de lo individual o grupal, es algo que tiene que ver con la sociedad local y global. ¿Pero qué? No se alcanza a responder y los lectores sospechamos de todo: el narco, la trata de mujeres, un machismo brutal y recalcitrante, el comercio global de snuff movies, y más.

Tanto en el relato del narco (que es más una definición temática que de composición narrativa) como en el relato del sicario, la ética se adelgaza y el mundo representado suele oscilar entre una crítica a la sociedad del crimen y el goce por el espectáculo de la muerte. Allí los sujetos se deshumanizan y se enfatiza la materialidad corporal (sexo, drogas, sangre). Por el contrario, en “La parte de los crímenes” hay algunos investigadores, que más allá de su función policial asumen su labor en términos éticos (no aceptar pasiblemente la muerte del otro) o de reparación por la humillación histórica de ser hijo de la violación (de la chingada). Si la fuerza del número, reporte tras reporte (se presentan casi cien muertas en la novela), es abrumadora, la actividad de estos pocos investigadores opera como una resistencia a la borradura, a la masa, a la destrucción de lo humano.

En la novela, la policía (municipal y judicial), las autoridades estatales y federales, simulan la lucha contra el crimen. Hacen reportes, buscan huellas, interrogan a posibles testigos o sospechosos, fabrican pruebas, culpables, encierran a alguno, pero al final casi todo queda igual. Lo que importa es el despliegue, la performance, actuar para que la mirada pública sepa que están haciendo algo. Las autoridades, el estado, no gobiernan, no administran la ley, sino que administran el status quo, que las cosas estén como están. Ya sea por temor, incapacidad, desidia, corrupción, o por directa participación en el crimen, operan como si fueran garantes de la situación social, esa donde impera la violencia y la impunidad, donde nada debería cambiar. Hay una doble realidad en este escenario social: una virtual donde la policía y el estado hacen la performance de cumplir la ley y el acto de gobernar, y otra real donde se sugiere que el crimen organizado (frecuentemente usando a la autoridad como alfil) decide la vida y la muerte, y el número de cadáveres se incrementa impunemente. No se puede esperar que los crímenes se resuelvan desde el estado y sus instituciones. Son un fin en sí mismo, y a veces parte del crimen.

Como acaba de ocurrir atrozmente con la desaparición forzada de 43 estudiantes de una escuela normal de Ayotzinapa. ¿Qué ocurre cuando el estado simula que gobierna?, ¿o cuando sus instituciones infiltradas son perpetradoras? ¿Y estos cuerpos carbonizados quienes son?, ¿son los estudiantes?, ¿son o no son nuestros hijos? Con seguridad sí son hijos de alguien, y son personas, ¿o no? ¿Es esta una situación para impugnar una forma de gobierno que es incapaz de combatir el crimen organizado?, ¿es una situación revolucionaria?, ¿o es parte de una situación global (de consistencia virtual, como un reality show) donde las cosas son un fin en sí mismas, los bancos para los bancos, los políticos para los políticos, las fundaciones de los famosos y poderosos para el prestigio de famosos y poderosos?

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