16.2.14

El reconocimiento del otro


Llega un visitante al Perú, digamos un cantante de esos que mueven muchedumbres o una actriz que sueña en o con Hollywood o simplemente un “famoso”, y un periodista (uno o una de ese tipo que son legión en el país) le pregunta: ¿te gustó el cebiche? ¿Probaste el cebiche, buenísimo, no? Nadie dirá que no. ¿Se imaginan a Jennifer López decir: la verdad que el cebiche es indigesto? No. 



Uno piensa de inmediato que se apela a la cortesía del visitante para asegurarse de una respuesta afirmativa, para escuchar, en boca de otros (aunque sea de manera inducida) que somos buenos en algo, que somos los mejores del mundo en algo.

Quienes practican esta retórica revelan una gran inseguridad, una desconfianza de la capacidad propia, como si no se creyera en uno mismo y se tuviera que buscar una confirmación de afuera, que el otro diga qué tan bueno es uno.

Se busca no sólo la confirmación, sino hasta la unanimidad, para ser: se espera que todos digan que sí les gustó el cebiche. Sobre este tema propuso algo Vallejo en “Masa”, Vallejo, el nuestro, el César. En el poema se busca la unanimidad de la solidaridad para vencer a la muerte y volver a la vida. En el país, (¿algunos?, ¿todavía?) se busca la unanimidad del reconocimiento del otro sin importar que pueda ser falso o cortés o interesado, para vencer la sospecha de la incapacidad propia y poder aspirar imaginariamente a ser alguien, ¿un ciudadano del mundo con aporte propio?

Se entiende la necesidad del reconocimiento del otro, pero lo que resulta extraño es ese autoengaño o ese forzar a que el otro lo reconozca positivamente. Hay algo en ese autoengaño y en esa violencia con que el otro es instrumentado.

Yo prefiero el revuelto de erizos.

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