Llega un visitante al Perú, digamos un cantante de esos que
mueven muchedumbres o una actriz que sueña en o con Hollywood o simplemente un
“famoso”, y un periodista (uno o una de ese tipo que son legión en el país) le
pregunta: ¿te gustó el cebiche? ¿Probaste el cebiche, buenísimo, no? Nadie dirá
que no. ¿Se imaginan a Jennifer López decir: la verdad que el cebiche es
indigesto? No.
Uno piensa de inmediato que se apela a la cortesía del visitante para asegurarse de una respuesta afirmativa, para escuchar, en boca de otros (aunque sea de manera inducida) que somos buenos en algo, que somos los mejores del mundo en algo.
Uno piensa de inmediato que se apela a la cortesía del visitante para asegurarse de una respuesta afirmativa, para escuchar, en boca de otros (aunque sea de manera inducida) que somos buenos en algo, que somos los mejores del mundo en algo.
Quienes practican esta retórica revelan una gran inseguridad, una desconfianza de la capacidad propia, como si no se creyera en
uno mismo y se tuviera que buscar una confirmación de afuera, que el otro diga qué tan bueno es uno.
Se busca no sólo la confirmación, sino hasta la unanimidad, para
ser: se espera que todos digan que sí les gustó el cebiche. Sobre este tema
propuso algo Vallejo en “Masa”, Vallejo, el nuestro, el César. En el poema se
busca la unanimidad de la solidaridad para vencer a la muerte y volver a la
vida. En el país, (¿algunos?, ¿todavía?) se busca la unanimidad del
reconocimiento del otro sin importar que pueda ser falso o cortés o interesado,
para vencer la sospecha de la incapacidad propia y poder aspirar
imaginariamente a ser alguien, ¿un ciudadano del mundo con aporte propio?
Se entiende la necesidad del reconocimiento del otro, pero
lo que resulta extraño es ese autoengaño o ese forzar a que el otro lo
reconozca positivamente. Hay algo en ese autoengaño y en esa violencia con que
el otro es instrumentado.
Yo prefiero el revuelto de erizos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario