Sobre
una visita a Jackson Pollock: A Collection Survey
(1934-1954) en el Museo de Arte Moderno
de Nueva York, abril de 2016.
A Vicky Guerrero y Carlos Villacorta
¿Qué se pinta cuando se pinta?, ¿antes de
que lo figurativo y lo no figurativo cobren forma?, ¿antes de que el sentido
fragüe indicándonos las regiones del mundo? Pues, se pinta una superficie. Un
lienzo cuyo cuerpo es una malla finísima de hilos, una tabla lisa o un tanto
porosa, una lámina de papel sediento, una plancha de metal bruñido, una roca
irisada en el estómago de una cueva, un muro de concreto, un cuenco de arcilla,
cualquier cosa, algo, donde pueda buenamente asentarse la presión del pincel, la
espátula o la brocha.
Allí el trabajo, por ejemplo, del pincel
(guiado por la divina mano humana), frota la superficie, inunda los minúsculos
poros de color, restriega una forma, concentra un relieve, se desliza en un
trazo silencioso que abarca la extensión del brazo. Si es una espátula, o un
grueso pincel que acarrea la densidad del óleo o el acrílico, cruje sobre el
lienzo. Es el sonido fugaz, sin asidero en el conjunto pictórico, que anuncia
el nacimiento del sentido. Un paisaje campestre, rostros que expresan la
intensidad de la vida o su desaparición imprevista, intensidades expresionistas
o impresionistas, el cromatismo retinto de las zonas altas del mundo, la
ausencia de color, la luz o la oscuridad.
Primera
sala