1.
La inmortalidad
En un pueblo, para resolver las riñas los
odios las rivalidades entre iguales, y desiguales, o para poner a prueba
deportivamente el poderío de cada uno, o simplemente para divertirse poniendo a
prueba cierta astucia, se decide que todos los habitantes se enfrentan en un definitivo
torneo de damas. Los niños con los niños, los jóvenes con los jóvenes, los
adultos con los adultos, los ancianos con los ancianos. Incluso aquellos que no
podrían como los recién nacidos o algunos enfermos o los paralíticos, tienen a
sus madres, sus parientes, los amigos, algún ser caritativo, o cruel, que juega
por ellos o junto a ellos. El asunto es que los que pierden desaparecen.
Transcurren los días en esta comunidad
ludópata, que en realidad podría ser cualquier comunidad o todas las
comunidades juntas, y los habitantes se reducen. Unos (cada vez la mitad de la
mitad) pasan a otra dimensión, aquella donde se cuentan los que ya no cuentan.
Otros, vencen, permanecen, insisten en la continuidad de su existencia. Pronto
se enfrentan los niños con los ancianos, los adultos con los inválidos, los sobrevivientes
con los sobrevivientes. En un inicio la destreza en el juego se impone, pero
luego surgen las aprehensiones, los temores, la ansiedad. No puede ser que uno
gane siempre, ¿no? Con las victorias van creciendo dos sentimientos incontestables:
la invencibilidad, que alimenta a una no nacida aún inmortalidad; y la angustia
corrosiva de que ahora sí llego la hora del final.
El torneo podría seguir hasta el
infinito, pero los habitantes no son infinitos. En algún momento quedará un
solo ser victorioso. ¿Será una niña que se conduce sin emociones como una
máquina cuando juega, y cuando no juega?, ¿será un hombre que juega
suicidamente sin importarle un comino su propia vida?, ¿será un paralítico,
cuya inteligencia ha compensado su escasez de movimientos? Podría ser
cualquiera, no importa para el caso. Lo que importa es lo que va surgiendo
durante el torneo, cuando, de mitad en mitad, se va reduciendo la masa de jugadores.
Una docena de victorias son algo, dicen de cierta resiliencia. Luego son un
ciento, y allí, calladamente o entre vítores, surge el respeto que intimida.
Luego son miles o millones, y surge la veneración que distancia, que sitúa al
victorioso en otra esfera. Surge la idea, como una llama que se enciende en las
mentes, del que se impone a la desaparición, del que no muere, el inmortal. Sin
embargo, al final sólo quedará uno o una, y nadie podrá atestiguar su perpetuidad
o desaparición futura.
Es poco antes, en el conteo casi infinito
que hacen los últimos testigos del número de victorias, que se alimenta
vorazmente la idea de la inmortalidad. Es un cálculo, no de una vida que puede
acabarse en cualquier momento (en un accidente automovilístico en un cáncer que
devasta inmisericorde en la desgracia de un rayo fulminante), sino de alguien
que no puede ser derrotado por otro. Es la ineficacia, la inutilidad, del poder
humano sobre el último o la última que queda y que ha dejado de residir en lo
humano.
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