23.3.16

Tres historias sobre el infinito o los atributos de la divinidad (1/3)


1. La inmortalidad
En un pueblo, para resolver las riñas los odios las rivalidades entre iguales, y desiguales, o para poner a prueba deportivamente el poderío de cada uno, o simplemente para divertirse poniendo a prueba cierta astucia, se decide que todos los habitantes se enfrentan en un definitivo torneo de damas. Los niños con los niños, los jóvenes con los jóvenes, los adultos con los adultos, los ancianos con los ancianos. Incluso aquellos que no podrían como los recién nacidos o algunos enfermos o los paralíticos, tienen a sus madres, sus parientes, los amigos, algún ser caritativo, o cruel, que juega por ellos o junto a ellos. El asunto es que los que pierden desaparecen.

Transcurren los días en esta comunidad ludópata, que en realidad podría ser cualquier comunidad o todas las comunidades juntas, y los habitantes se reducen. Unos (cada vez la mitad de la mitad) pasan a otra dimensión, aquella donde se cuentan los que ya no cuentan. Otros, vencen, permanecen, insisten en la continuidad de su existencia. Pronto se enfrentan los niños con los ancianos, los adultos con los inválidos, los sobrevivientes con los sobrevivientes. En un inicio la destreza en el juego se impone, pero luego surgen las aprehensiones, los temores, la ansiedad. No puede ser que uno gane siempre, ¿no? Con las victorias van creciendo dos sentimientos incontestables: la invencibilidad, que alimenta a una no nacida aún inmortalidad; y la angustia corrosiva de que ahora sí llego la hora del final.
El torneo podría seguir hasta el infinito, pero los habitantes no son infinitos. En algún momento quedará un solo ser victorioso. ¿Será una niña que se conduce sin emociones como una máquina cuando juega, y cuando no juega?, ¿será un hombre que juega suicidamente sin importarle un comino su propia vida?, ¿será un paralítico, cuya inteligencia ha compensado su escasez de movimientos? Podría ser cualquiera, no importa para el caso. Lo que importa es lo que va surgiendo durante el torneo, cuando, de mitad en mitad, se va reduciendo la masa de jugadores. Una docena de victorias son algo, dicen de cierta resiliencia. Luego son un ciento, y allí, calladamente o entre vítores, surge el respeto que intimida. Luego son miles o millones, y surge la veneración que distancia, que sitúa al victorioso en otra esfera. Surge la idea, como una llama que se enciende en las mentes, del que se impone a la desaparición, del que no muere, el inmortal. Sin embargo, al final sólo quedará uno o una, y nadie podrá atestiguar su perpetuidad o desaparición futura.
Es poco antes, en el conteo casi infinito que hacen los últimos testigos del número de victorias, que se alimenta vorazmente la idea de la inmortalidad. Es un cálculo, no de una vida que puede acabarse en cualquier momento (en un accidente automovilístico en un cáncer que devasta inmisericorde en la desgracia de un rayo fulminante), sino de alguien que no puede ser derrotado por otro. Es la ineficacia, la inutilidad, del poder humano sobre el último o la última que queda y que ha dejado de residir en lo humano.

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